Mons. Luis Cabrera Herrera, ofm.
Arzobispo de Guayaquil
Lo presenta la Hna. Antonia Tigrero, Ministra Nacional |
Mons, Luis muy emotivo |
Misión
franciscana en el mundo
+ Luis
Cabrera Herrera, ofm
INTRODUCCIÓN
En el título de
este tema, encontramos tres elementos importantes: la misión, lo franciscano y
el mundo.
“La misión”, nos
indica la tarea o lo QUE se debe hacer; “lo Franciscano”, el estilo o el COMO realizar
la misión; y “el mundo”, el lugar físico y humano, en DONDE se lleva a cabo la
misión.
Como
Franciscanos, religiosos y seglares, hemos sido llamados por Dios y por la Iglesia para ser enviados al
mundo a proclamar el Evangelio, en fraternidad y minoridad, mediante
la vida y palabra, utilizando
los medios y métodos, según las condiciones de cada época y lugar.
En esta breve descripción, los conceptos claves
son: vocación – envío – y tarea
específica.
El término “envío”, por su parte, es el nexo o puente entre vocación y tarea
concreta. Este esquema lo encontramos en la vida laical, consagrada y sacerdotal[1]: Dios llama a alguien para
enviarle a cumplir una tarea particular.
Teniendo presente estos elementos, analizaremos, brevemente: 1. La
vocación, en cuanto iniciativa de Dios y nuestra respuesta. 2. La misión, como
envío y tarea. 3. El mundo, en su dimensión física y humana. 4. Los modos de la
misión: vida y palabra. 5. Los medios para la misión. 6. Desafíos de la misión.
1. LA VOCACIÓN: LLAMADOS POR DIOS Y POR LA IGLESIA
En el origen de toda vocación está la iniciativa de Dios. Es Él quien, de
una forma libre y gratuita, llama a sus seguidores o servidores. Los méritos y
las cualidades físicas, morales y espirituales de los llamados no son el
criterio fundamental y definitivo. Dios se hace presente en los límites del ser
humano para realizar su obra[2].
Sin embargo, en el discernimiento sobre su idoneidad, sí es importante conocer
las habilidades de los llamados.
Esta actitud de Dios suscita en la persona elegida sentimientos de sorpresa,
temor y gratitud. ¿Cómo es posible, se pregunta, tanta grandeza y bondad ante
mi pobreza y pequeñez? Esta es la experiencia de los patriarcas y profetas, en
el Antiguo Testamento, y también de los discípulos de Jesús, comenzando por
María, en el Nuevo Testamento.
La vocación, por su propia naturaleza y dinamismo, espera una respuesta
libre e inteligente. Nada se impone por la fuerza. Jesús, en este sentido, es
muy respetuoso con sus discípulos, siempre les invita a seguirle sin presión
alguna. Pero su propuesta no se queda en el aire; es necesaria una posición:
decir sí o no. ¡He aquí la gran responsabilidad de la persona elegida y llamada!
Esto implica entrar en un proceso de discernimiento muy serio.
El saberse elegido y llamado, por un lado, le da seguridad y fuerza para no
dejarse abatir por las adversidades del camino; y, por otro, la conciencia de
ser responsable del sí o del no constituye un desafío para que busque los
medios necesarios que le ayuden a mantenerse fiel hasta el final de la vida.
La vocación, por consiguiente, pertenece a la iniciativa de Dios; y la
respuesta, a la libertad de cada persona.
Si bien la vocación es una iniciativa de Dios; sin embargo, no lo hace
directamente. Siempre se vale de mediaciones y, generalmente, lo hace a través
de las personas de una comunidad y de los acontecimientos sociales.
Esta dimensión fraterna de la vocación pone de manifiesto que la misionera
y el misionero nunca van a título personal o movidos por su propia iniciativa,
sino en nombre de Cristo y también de la
Comunidad eclesial, ya sea religiosa o laical.
En este contexto de la vocación, se inscribe el sentido de discipulado. El
que se sabe elegido y llamado asume la actitud del discípulo que escucha,
asimila y pone en práctica las enseñanzas del Maestro.
Ser discípulo es el primer paso para prepararse a la misión que Dios le
encomiende. Jesús, después de llamar a sus seguidores, les forma la mente y el
corazón; y, luego, les transforma en apóstoles, testigos o misioneros. Es un largo
proceso de encuentros y reflexiones, vivido con amor, paciencia y perseverancia.
Francisco de Asís, cuando escuchó la llamada del Señor, especialmente en
San Damián y la Porciúncula, respondió con generosidad, prontitud y valentía. No
dudó en abandonar su familia, compartir sus bienes con los más pobres y
lanzarse a vivir, sin miedos ni prejuicios, la propuesta de Cristo. El saberse
y sentirse elegido le permitió hacer de su vida un canto de alabanza y una
bendición como reconocimiento de tan grande y maravilloso amor.
Francisco, como buen discípulo del Señor, escuchaba con frecuencia su voz. “Inclinad, les decía a sus hermanos, el oído
de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios” (CtaO 6). Para ello, dedicaba largas
horas a la oración y a la meditación del Evangelio. Cuando algo no entendía,
recurría a los hermanos y hermanas y, de una manera especial, a los sacerdotes.
Son ellos quienes le ayudaban a interpretar correctamente lo que el Señor le
pedía en cada momento de su vida.
2. LA MISIÓN
La revelación nos indica que la misión es una dimensión esencial de Dios. Por
esta razón, la teología habla de las “Misiones divinas”, como aspectos fundamentales
de la Santísima Trinidad. La creación del mundo es atribuida al Padre, pero que
la realiza por medio de su Palabra (Logos) y de su Espíritu (Ruah).
Jesús es consciente de que ha sido enviado para
cumplir la voluntad de su Padre y que no es otra que la de hacer presente su Reino en este mundo.
Pero Jesús no solo es el mensajero del proyecto de Abbá sobre el mundo. Él
mismo es ya la presencia y la actuación de Dios. Por eso, anuncia un mundo de relaciones
humanas, basadas en el amor, la solidaridad y en el respeto. Y, a la vez, denuncia
las injusticias, la corrupción y la perversión, que se producen, principalmente,
en los ámbitos fundamentales del ser humano: la sexualidad, la propiedad y el
poder.
El Espíritu Santo es el misionero del Padre y del Hijo. Como Maestro interior, viene a enseñar y a hacer
posibles las obras de Dios. Es el gran protagonista de la misión en todo el
mundo, razón por la cual todos los seres humanos pueden convertirse en
mediadores de su acción.
El Espíritu Santo se hace presente, de una manera muy especial, en la
palabra, en los Sacramentos y en las
acciones de caridad de la Iglesia. En ella actúa de un modo invisible y se
manifiesta en la variedad de carismas.
Esta misión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es confiada a la
Iglesia. Primero, son los discípulos; y luego toda la comunidad de creyentes.
El término misión, por su parte, proviene del latín “mitto” y del
participio “missum”; y significa “enviar” o “enviado”. El “ser enviado”, además, implica una
tarea concreta que se encomienda a una persona o a un grupo. En este
sentido, se habla de misión científica, cultural, religiosa, política, etc.
Analicemos este concepto en su doble significado: como envío y como tarea
específica.
2.1. La misión como envío
La misión como envío implica ir más allá de las fronteras de sí mismo, del mundo
familiar, social y cultural. Es poner en movimiento la mente, el corazón y los
pies[3].
En una época, en donde se defiende los espacios de privacidad y disfrute y
del consumismo individualista, es necesario ir al encuentro de los otros. Esto
hará que nuestra opción por los pobres no se quede en el plano teórico o
emotivo, sino que tenga su incidencia en las decisiones y en el comportamiento
(cfr. DA 397).
Esta nueva concepción de la vida cristiana crea nuevas relaciones de
libertad y desprendimiento frente a personas, lugares y cosas, que permiten
ponerse en camino hacia los más alejados de Cristo y de la Iglesia.
Francisco de Asís muy pronto comprendió que su
vida tenía sentido en la medida en que iba hacia los otros (cfr. 1Cel. 15, 39). Por ello, no pensó dos
veces en abandonar su familia y su pueblo y constituirse en un itinerante. Con Francisco,
se inaugura un nuevo estilo de vida evangélico. Los monasterios y los templos
parroquiales dejan de ser los únicos lugares preferidos de la predicación;
ahora, los nuevos escenarios o aréopagos son los caminos, las plazas, los
pueblos vecinos y las grandes ciudades. Con él se constituye una Fraternidad
misionera.
2.2. La misión como tarea
La vocación y el envío siempre tienen una finalidad o una tarea específica.
En este caso, no es otra que la de anunciar la Palabra de Dios, curar a los
enfermos, expulsar a los demonios, etc.[4].
La misión como tarea, generalmente, se identifica con el anuncio
del evangelio. Este es el objetivo primero y fundamental de todo envío,
la razón de ser de la Iglesia, es como el
ADN que le da identidad o su naturaleza. Para cumplir con esta tarea tendrá que
buscar todos los medios y los modos posibles, según las circunstancias de cada
época y lugar geográfico y social.
La misión, en su doble dimensión de envío y tarea, de este modo, se
convierte en el horizonte de comprensión y en el estilo de vida de los
discípulos de Jesús y, por ende, de la familia franciscana.
La misión, entonces, ni siquiera es un valor transversal. Es el punto de
referencia de todas las acciones pastorales que la Iglesia pueda llevar a cabo.
La misión se transforma en el centro o en
el eje alrededor del cual debe girar el servicio pastoral de las parroquias, la
educación de las escuelas y colegios, la atención espiritual de los santuarios,
la formación para la vida religiosa, la reflexión teológica,
la celebración litúrgica, la administración de los recursos económicos, etc.
Los votos, en la vida religiosa y laical, igualmente, adquieren otro significado
a la luz de la misión. La castidad se hace amor y entrega y no egoísmo
pernicioso; la obediencia se vuelve escucha y libertad y no pasiva sumisión y
la autoridad, servicio y no control ni prestigio social; y la pobreza se
transforma en solidaridad y restitución y no en vacío y miseria.
¡Se trata de una nueva revolución copernicana que tiene que darse en la
Iglesia y en la espiritualidad franciscana si se quiere ser fiel al encargo de
Cristo en el día de hoy! Poner la misión en el corazón o, mejor todavía, hacer
de la misión el corazón de nuestra vida: ¡he aquí nuestro principal desafío!
El ser misioneros, desde el horizonte franciscano, nos hace itinerantes. La
desapropiación de personas, lugares y actividades y la vida de pobreza sólo
tienen sentido en cuanto son consecuencias de la misión. Pero también una vida
de desprendimiento constituye una condición fundamental para la misión. Quien
poco o nada tiene, se siente más liberado para abandonar en cualquier momento
lugares y trabajos y dirigirse hacia donde el Espíritu lo envíe.
Francisco, desde el inicio, tuvo claro cuál era la finalidad de la Orden: “Marchad, carísimos, de dos en dos por las
diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia
para remisión de los pecados” (1C 29).
“Dios, le recordaba al Cardenal
Hugolino, ha elegido y ha enviado a los
hermanos para provecho y salvación de todos los hombres del mundo entero” (LP 108).
3. EL MUNDO
La vocación y la misión se
dan en un contexto geográfico e histórico social concretos; es decir, en el mundo físico y en el mundo cultural en todas sus dimensiones y
relaciones: con Dios, las otras personas, la naturaleza y consigo mismo.
3.1. El mundo físico
El mundo físico es
una obra de Dios, nos recuerda el Papa Benedicto XVI,
en su mensaje para la jornada mundial de la paz[5],
intitulado: “si quieres cultivar la paz, custodia la creación”. En esta obra se manifiesta su sabiduría, bondad,
belleza y poder. Una obra que nos invita a trascender o a ir más allá de sí misma
y a descubrir en cada uno de sus elementos la huella del Creador.
El universo, como obra de Dios, se nos revela
como madre (Pachamama), hermana y amiga. Una dimensión que llevó al hermano
Francisco de Asís a bendecir al Altísimo y Omnipotente Buen Señor por todas las
bondades del hermano sol y la hermana luna, del hermano fuego y la hermana
agua, del hermano aire y la hermana y madre tierra, e incluso por la hermana
enfermedad y la hermana muerte.
El mundo físico, igualmente, es la casa o el
espacio vital en donde podemos desarrollar las dimensiones físicas, psíquicas y
espirituales. Cuando nos relacionamos con la naturaleza, descubrimos que
compartimos una serie de leyes físicas, químicas y biológicas; y que de ella
tomamos muchos elementos vitales, como el aire, el agua, el alimento, entre
otros.
Esta concepción del universo deja sin
fundamento algunas doctrinas muy difundidas entre nosotros. Entre ellas, la
idea de que el universo es fruto del azar o el simple resultado de un proceso
evolutivo. El cosmos, según esta visión, sería un conjunto de átomos sin
sentido o de cosas sin ningún plan (cfr. Mensaje, 6).
Para otros pensadores, la naturaleza sería un
dios, un mundo sacralizado e intocable que se transforma en amenaza, dominación
y sometimiento; y que, para aplacar su ira u obtener sus favores, se debería
rendirle culto. Con estas prácticas rituales, fácilmente, se caería en un
panteísmo.
Muchas ideologías consideran a la naturaleza como un objeto de compra y
venta o un botín de guerra. Esta manera de entender provoca las innumerables
luchas fratricidas que, actualmente, se dan en diversas partes del mundo. Todas
ellas pretenden apropiarse los territorios, especialmente de aquellos que
encierran grandes riquezas mineras o agrícolas, con el fin de explotarlas de
una manera irresponsable y egoísta, casi siempre motivados por el deseo
insaciable de lucro.
De la constatación de estos hechos dolorosos
surge la necesidad ineludible de proteger la naturaleza de toda forma de abuso
o contaminación. De su cuidado depende no sólo nuestro presente y futuro como
seres humanos, sino también la paz entre los pueblos (cfr. Mensaje,
3).
3.2. El mundo social
El mundo social nos pone en contacto con miles de millones de rostros de
distintas culturas, etnias, edades, sexo, espiritualidades, posiciones
políticas y sistemas económicos. Cada cual con sus propias tradiciones y
costumbres, desarrolladas en los más variados horizontes geográficos e
históricos.
Desde el punto de vista religioso, nos encontramos con grupos humanos que
se autodefinen ateos o agnósticos y con otros que profesan un sinnúmero de religiones
y espiritualidades. Esta realidad nos invita a establecer el diálogo
intercultural e interreligioso.
En el mundo cristiano, entramos en contacto con al menos tres grandes
grupos de seguidores de Jesús: Ortodoxos, Católicos y Protestantes, con una diversidad
impresionante de formas o estilos de vida. Estas realidades nos impelen a
iniciar o a consolidar el diálogo ecuménico.
Dentro de la misma Iglesia Católica, constamos la presencia de innumerables
grupos religiosos y laicales, con sus respectivos carismas, que van desde los que
tan sólo han sido bautizados hasta los practicantes.
Todos estos rostros de creyentes y no creyentes y de cristianos de diversas
denominaciones requieren un tratamiento especial si queremos anunciarles el evangelio. En estos grupos humanos, los pobres ocupan
un puesto preferencial. Y esto no sólo por el número, sino porque son los que realmente
esperan la liberación de tantas opresiones sociales, económicas, políticas y
hasta religiosas.
3.3. Amar y salvar al mundo
La misión evangelizadora de
la Iglesia en el mundo se inspira en el amor y en el deseo de salvarlo. El
texto que mejor expresa esta idea es el de Juan 3, 16-17: “Tanto amó Dios al
mundo… que envío a su Hijo único no para condenar el mundo sino para que el
mundo se salve por él”.
El amor de Dios al mundo es tan grande que supera
cualquier expectativa o cálculo humano. Un amor gratuito y eterno, sin límites
ni condiciones; un amor apasionado y hasta porfiado. El mundo es tan digno de ser amado que vale la pena arriesgarse y
dar lo mejor.
Dios envía a su Hijo único no para condenar al mundo,
sino para salvarlo. En esta finalidad de la misión se encuentra implícito el
otro concepto de mundo que tiene Juan: como pecado y que, por lo mismo, afecta
al ser humano en sus relaciones con: Dios, las personas, la naturaleza y
consigo mismo.
El Hijo de Dios viene a salvar este mundo físico y
humano, digno de ser amado, de ese “otro tipo” de mundo, construido en base a
relaciones hostiles y contrarias al plan original para el que fue creado. Jesucristo,
entonces, nos salva:
§ De las relaciones de miedo, indiferencia y de rechazo frente a Dios;
e instaura las relaciones de hijo a
Padre, de amigo a amigo y de criatura a Creador.
§ De las relaciones de discriminación y exclusión entre nosotros por
razones étnicas, políticas, económicas, de género y raza; y nos propone unas relaciones fraternas,
basadas en el amor y la verdad, la justicia y la solidaridad, el respeto y la
acogida, entre otros valores.
§ De las relaciones de posesión, dominación y explotación de los
bienes materiales y de sus altos niveles de contaminación doméstica e
industrial; y nos invita a descubrir la naturaleza como la obra de Dios en
donde se refleja su bondad, sabiduría,
poder y belleza. Un mundo como casa de todos y condición indispensable para un
sano desarrollo en todos los aspectos de la vida.
§ De las relaciones narcisistas o de menosprecio de nosotros mismos; y
nos invita a descubrir nuestras capacidades para desarrollarlas y las limitaciones para superarlas.
¡Amar al mundo para salvarlo! He aquí uno de los
grandes desafíos para nuestra misión
evangelizadora en nuestras Instituciones educativas franciscanas.
Amarlo tal como es, con sus luces y sombras, vacíos y
virtudes, sueños y realizaciones, gozos y esperanzas, angustias y sufrimientos,
constituye el punto de partida para cualquier actividad educativa y mucho más
si es franciscana.
Esta actitud frente al mundo nos permite acercarnos
libremente, sin temores ni prejuicios y con audacia y creatividad. Nos ayuda a
no sucumbir en las tentaciones del cansancio, de la rutina, de la comodidad,
del gris pragmatismo, que nos pueden venir de la constatación del pecado en el
mundo.
Necesitamos amar al mundo físico en donde vivimos y,
de una manera especial, al mundo de los pobres, de los jóvenes, de las familias.
Amar al mundo de cada una de las vocaciones a la vida sacerdotal, religiosa y
laical. Amar a un mundo concreto, hecho de personas, con rostros, nombres e
historias.
“El
mundo es nuestro claustro, repetimos con cierto orgullo. Sin embargo, si
queremos que sea una plataforma válida para restituir el don del Evangelio,
hemos de amarlo, sentir simpatía por él, entrar en diálogo con él… La cultura
secularizada no ha de verse sólo como una amenaza, sino también como una nueva
y fascinante oportunidad para anunciar el evangelio, como un desafío teológico
y pastoral. De este modo, el mundo no es sólo un campo de batalla, sino sobe todo
un lugar preparado para sembrar la buena semilla. No podemos evangelizar lo que
no amamos” (CdE, 9). Esto
nos permitirá superar la gran tentación de pensar y amar un mundo universal,
impersonal, amorfo, anónimo y sin historia o como simple categoría ideológica.
Nuestra misión franciscana es
“inter gentes”, es decir, está “en las
plazas y los caminos, en los lugares en donde los hombres y mujeres se
encuentran, viven, trabajan, sufren y gozan. No podemos quedarnos simplemente
esperando a los que llegan. Es necesario ponernos en camino. Es necesario ir al
encuentro de los hombres y mujeres para anunciarles el evangelio, con fantasía
y creatividad evangélicas, aunque esto no esté exento de dificultades” (CdE, 8). El sabernos dentro del mundo
social nos compromete a buscar nuevos espacios para compartir los bienes con
los laicos y también con las otras iglesias. Por eso, lo más importante como
educadores franciscanos no es preguntarnos ¿cómo vemos al mundo?, sino ¿cómo
este nos ve?
4.
MODOS DE LA MISIÓN
Los hermanos, desde los inicios, se sienten enviados al mundo a anunciar lo
que viven. Esta convicción es ratificada por muchos documentos de la familia
franciscana.
Francisco de Asís descubre que la Misión evangelizadora se debe realizar, primero,
con la vida; y, luego, si es conveniente, con la palabra (1R
17,3). Esta convicción la expresa, de una manera muy clara y precisa,
cuando envía a sus hermanos entre “infieles y sarracenos” (cfr. 2R 12, 1), según el lenguaje de la época.
El testimonio silencioso y el anuncio explícito, de este modo, son las dos
maneras de comunicar el evangelio al mundo (cfr. 1R 16, 6-7). El testimonio
se expresa en la renuncia de privilegios
y en la confianza en la Providencia. La palabra hablada y escrita convierte a
Francisco en el heraldo o mensajero del Evangelio de la paz, del amor, de la
libertad y de la solidaridad.
En estas dos formas de evangelizar, además, se complementan la misión “inter
gentes” y la misión “ad gentes”; “una
síntesis que se hace posible por la docilidad al Espíritu del Señor” (CdE, 28). Estar entre la gente para
vivir el evangelio y confesar que se es
cristiano son también las maneras
apropiadas para inculturarse y aprender el lenguaje del mundo.
4.1. Vivir el Evangelio
Para Francisco, el evangelio está en el centro de la forma de vida que
asume. Más aún, es la vida y la norma suprema de toda acción (cfr. 2R 1, 1). “Y después que el Señor me dio hermanos, nos dice, nadie me mostraba que debía hacer, sino que
el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio”
(Test 14-15).
El evangelio no es sólo un texto escrito que hay que leer, meditar, orar y
vivirlo, sino sobre todo es una Persona, es Cristo. Él es la Buena Noticia del
Padre; alguien con quien se puede dialogar y compartir los sueños, las preocupaciones
y hasta incluso llegar a tener sus propios sentimientos (cfr. Flp 2, 5).
Vivir el evangelio significa, por otra parte, seguir a Jesús como discípulos
(cfr. 1R 1, 1; 2R 1, 1). Asimismo, es asumir un nuevo estilo de vida, que se
refleja en las relaciones con Dios, en la comunión fraterna y en el compartir
solidario con los más pobres de este mundo. La vida con Dios, con los hermanos
y con los pobres, de este modo, queda impregnada por la presencia de Jesús.
Tanto es así que “el corazón del anuncio
franciscano es… la persona viva y el nombre de Jesús, que `ilumina de esplendor
el anuncio y la escucha de su palabra” (Hl,
19).
4.2. Predicar el evangelio
El encuentro con Jesús nos transforma en sus testigos. La experiencia
vivida, en una relación profunda con el Señor, por su propia dinámica, tiende a
manifestarse: “Lo que hemos visto y oído,
os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros”
(1Jn 1, 3).
Francisco, cuando escucha, en la Porciúncula, el evangelio del envío, se
pone en camino inmediatamente. Comprende que un discípulo debe dar testimonio
de Jesús. Por eso, lleno de emoción, exclama: “Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo
más íntimo del corazón anhelo poner en práctica” (1Cel 22). La vocación y la misión, entonces, están estrechamente
ligadas entre sí: no hay vocación sin misión, ni misión sin vocación.
La predicación de la Palabra supone un conocimiento de la cultura y del
lenguaje del pueblo. El uso de los ejemplos, la narración, las experiencias,
las parábolas, las comparaciones y de otros recursos literarios despierta el
interés de los oyentes. Francisco recomienda a sus hermanos predicadores que
sus palabras sean ponderadas, limpias y breves (cfr. 2R, 3-4). San Bernardino de Siena nos dirá que una predicación,
para que sea incisiva e inculturada, debe ser: “buena, breve y clara” (Efm, 40).
La misión, desde la perspectiva franciscana, también, está caracterizada
por la fraternidad y la minoridad.
La vida fraterna sigue siendo la primera y fundamental forma de
evangelización. “En efecto, ´la comunión
fraterna, que se basa en la oración y la penitencia, es el primer preclaro testimonio a favor del Evangelio´”
(Hl, 21). Cuando un hermano o hermana
actúa físicamente solo o sola, incluso ahí lo hace en nombre y por mandato de
la fraternidad. Las iniciativas individualistas, por lo tanto, no tienen cabida
en la espiritualidad franciscana.
La minoridad, por su parte, se manifiesta en la calidad de las relaciones
sociales y en la simplicidad de los medios que se utilizan para dar testimonio
y anunciar la palabra. Las relaciones humanas están impregnadas de valores como
la cercanía, la acogida, la cordialidad y el respeto. Nadie se siente más
porque da o posee un servicio ni menos porque recibe o tiene otra actividad. La
minoridad nos libera de los miedos y prejuicios sociales, nos desarma el
corazón de toda hostilidad frente a lo desconocido. El presentarse como siervos
y pequeños, humildes y pacíficos, hace posible que las personas se acerquen sin
temor alguno. Presentar a un Dios “`menor´,
que se hace niño, que pide prestados los vestidos de la carne, que transita por
las calles del mundo con peregrino y extranjero, que no tenía donde reposar la
cabeza, que se deja capturar y crucificar y muere por amor a sus hermanos, que
se dona cada día como alimento de vida: ¿Quién puede temerle a un Dios así?” (Efm, 54; cfr. Hl, 22).
5. MEDIOS DE LA MISIÓN
A lo largo de la historia, las hermanas y hermanos, para llevar a cabo la
misión evangelizadora, han creado los más diversos medios, de acuerdo con las
necesidades de los lugares geográficos y sociales a donde han sido enviados.
Entre los más conocidos, están las Parroquias, los Santuarios, las Escuelas,
Colegios y Universidades, los Medios de comunicación, los Centros de salud, etc.
En cada uno de ellos han desplegado muchas iniciativas y los mejores recursos
humanos y financieros. Basta constatar el enorme patrimonio cultural que han construido
y sostenido en todos los países en donde se encuentra la presencia franciscana.
Es importante, por otra parte, distinguir muy bien entre los fines de la
misión y sus medios. Esto nos permite establecer su justa relación. El anuncio
del Evangelio, como ya vimos, constituye el fin último de la misión. En cambio,
las estructuras y los recursos didácticos y financieros son las mediaciones que
hacen posible la consecución del mismo. La misión evangelizadora, desde esta
perspectiva, nos desafía a crear y proponer los más variados métodos y
estructuras.
Si no hacemos esta distinción, podemos caer fácilmente en planteamientos equívocos
o en disyuntivas inútiles como, por ejemplo, dar a elegir entre: educación o misión.
Si vaciamos el contenido de la misión, igualmente, la pastoral se puede
transformar en puro activismo burocrático; la oración, en fuga o en
autocomplacencia; la formación, en una visión narcisista; la vida fraterna, en
una comunidad terapéutica; la economía, en acumulación o en despilfarro, en vez
de ser justicia y solidaridad; y el trabajo doméstico, en servilismo.
6. DESAFÍOS DE LA MISIÓN
El principal desafío que plantea la Misión evangelizadora es crear o
fortalecer una pedagogía capaz de formar auténticos discípulos y misioneros.
Discípulos que escuchen con entusiasmo y alegría al Maestro; y Misionero intrépidos y apasionados para que anuncien el
evangelio, con su vida y palabra, en un mundo marcado por la globalización y por
los cambios profundos y vertiginosos en los diversos campos de la vida humana. “Discipulado y misión, nos dice el Papa
Benedicto, son como las dos caras de una
misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de
anunciar al mundo que sólo El nos salva” (DA, Discurso Inaugural, 3).
A la luz del Documento de Aparecida 226, podemos sintetizar los cuatro grandes
desafíos de la evangelización a la vida franciscana: el encuentro con Cristo, la
vivencia comunitaria, la formación y el compromiso misionero.
6.1. Encuentro con Cristo
El papa
Benedicto XVI afirma que somos cristianos no por una decisión ética ni por una
gran idea, sino por un encuentro personal con Cristo (cfr. DCE, 1). “Esa fue la hermosa experiencia de aquellos
primeros discípulos que, encontrando a Jesús, quedaron fascinados y llenos de
estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo cómo los
trataba, correspondiendo al hambre y sed de vida que había en sus corazones”
(DA 244). Pero, ¿en dónde
encontrarlo?
Encontramos a Jesús en la Sagrada Escritura. Esta afirmación nos
compromete a crear o fortalecer las “escuelas” de Biblia que nos permitan acercarnos
a la Palabra no solo de un modo intelectual o instrumental, sino “con un corazón hambriento de oír la Palabra
del Señor” (DA 248). La Lectio divina, con sus cuatro pasos:
lectura, meditación, oración y contemplación, sigue siendo un modo práctico
para entrar en relación con Jesús como Maestro, Mesías e Hijo de Dios.
Las celebraciones litúrgicas, también, son otros lugares privilegiados
para encontramos con Jesús. En la Eucaristía, por ejemplo, el discípulo entra
en comunión con su Maestro y ella se convierte en “fuente inextinguible del impulso misionero” (DA 251). En el sacramento de
la reconciliación, asimismo, experimentamos su amor, misericordia y perdón; un
encuentro que “nos devuelve la alegría y
el entusiasmo de anunciarlo a los demás con corazón abierto y generoso” (DA 254).
La oración personal y comunitaria, alimentada por la Palabra y la
Eucaristía, igualmente, es un medio imprescindible para cultivar una relación
de profunda amistad con Jesucristo.
Jesús también está presente tanto “en medio de la comunidad viva en la fe y en el amor” como en los Pastores
que le representan. Se le puede encontrar, asimismo, en los que “dan testimonio de lucha por la justicia,
por la paz y el bien común”; y “en
todos los acontecimientos de nuestros pueblos, que nos invitan a buscar un
mundo más justo y más fraterno, en toda realidad humana, cuyos límites a veces
nos duelen y agobian” (DA 256).
A Cristo se le encuentra, de una manera especial, en “los pobres, afligidos y enfermos”. Son
ellos los que, con mucha frecuencia, nos evangelizan. La adhesión a Jesucristo “nos hace amigos de los pobres y solidarios
con su destino” (DA 257).
La piedad popular, finalmente, es un espacio de encuentro con
Jesucristo. En ella se “refleja una sed
de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer”. Sus
expresiones, por ello, merecen nuestro respeto y cariño. Aún más, constituyen un
tesoro que hay que promoverlo y protegerlo (cfr. DA 258).
Entre estos lugares de encuentro con Jesucristo no hay oposición. Todos
son necesarios y complementarios. Quien se encuentra con Cristo en la Palabra, por ejemplo, se
sentirá impulsado a buscarlo en los pobres; y quién lo descubra en ellos,
tratará de encontrarlo en la comunidad, en la eucaristía, en la reconciliación,
en los pastores, en la oración y en la piedad popular. Lo importante es vivir
cada uno de estos encuentros con intensidad y alegría.
Nuestras comunidades, entonces, deben ofrecer la posibilidad de
encontrarse personalmente con Cristo, en sus más variadas modalidades y
espacios. Esta experiencia debe ser tan profunda e intensa que les lleve a la
conversión y a un cambio integral de vida. Un “encuentro con
Jesucristo, Hijo del Padre, hermano y amigo, Maestro y Pastor misericordioso,
esperanza, camino, verdad y vida” (DA 336). Recordemos que en “el corazón de la vida
franciscana, tal como lo atestiguan los Escritos de Francisco y otros textos, se encuentra la experiencia
de fe en Dios, en el encuentro personal con Jesucristo” (Hl, 8).
6.2. Vivencia comunitaria
La fe cristiana si bien nace del encuentro personal con Cristo; sin
embargo, no se queda encerrada en el ámbito de lo privado o la intimidad de
cada persona, como pretenden algunas ideologías. La fe en Cristo,
necesariamente, se manifiesta en la comunidad. Por ello, Jesús afirma que nos
reconocerán como sus discípulos si nos amamos los unos a los otros (cfr. Jn 13, 34). Y es que sólo en la
comunidad es donde podemos practicar la justicia, la solidaridad, el amor, la
misericordia y el perdón. “El discipulado
y la misión, por lo tanto, siempre
suponen la pertenencia a una comunidad” (DA 164).
En la cultura actual existe la gran tentación de ser cristianos sin
iglesia. Por ello se fomentan espiritualidades individualistas. Pero sin la
comunidad, nuestra fe corre el riesgo de desaparecer o de volverse alienante y
enfermiza. La masificación es muy peligrosa, justamente, porque crea un
ambiente sin rostro, sin presente ni futuro. Recordemos que la fe nos llega a
través de la comunidad. Es necesario, por ello, fortalecer el sentido de
pertenencia a una Iglesia concreta, en donde podamos entrar en comunión con los
Pastores (cfr. DA 156).
Entre los lugares para fomentar la
comunión eclesial, están las Diócesis, las parroquias, las Comunidades
eclesiales de base, las Pequeñas comunidades, las Asociaciones y los
movimientos eclesiales. Las Diócesis y las Parroquias, en este sentido, están
llamadas a ser “casa y escuela de
comunión, de participación y solidaridad” (DA 167), un “lugar
privilegiado en el que la mayoría de fieles tienen una experiencia concreta de
Cristo y la comunión eclesial” (DA 170).
En la comunidad también descubrimos y desarrollamos los diversos
carismas personales que el Señor nos ha concedido para beneficio de todos. “La diversidad de carismas, ministerios y
servicios, abre el horizonte para el ejercicio cotidiano de la comunión… Cada
bautizado, en efecto, es portador de dones que debe desarrollar en unidad y
complementariedad con los de los otros, a fin de fomentar el único Cuerpo de
Cristo, entregado para la vida del mundo” (DA 162).
El gran desafío, por consiguiente, es crear o fortalecer ambientes
en donde las personas se sientan acogidas, valoradas y amadas y, por lo mismo, corresponsables
de la vida de los demás. “En un mundo
lacerado por los rencores, discriminaciones y exclusiones… pueden convertirse
las fraternidades en lugares de acogida para tantos que experimentan juicio,
condena y marginación a casusa de su situación o elección de vida” (Hl,
13).
6.3. La formación
Cada día tomamos
más conciencia de que los conocimientos que adquirimos cuando nos preparamos
para celebrar los sacramentos no son suficientes para vivir como cristianos. Más
de una vez, lamentablemente, nos contentamos con un cristianismo de tradición
familiar o de una simple costumbre social. Cuántas veces nos parece ya mucho el
que hayamos sido bautizados y vayamos a misa los domingos. Pero las
consecuencias ya sabemos cuáles son: mediocridad, cansancio, falta de
compromiso, fragilidad.
Estas realidades
nos impulsan a buscar nuevos métodos y medios de enseñanza y aprendizaje. Un
cristiano que no continúe con su formación está condenado a repetir fórmulas
vacías y a perderse en sus propios errores. Esta constatación nos lleva a la
convicción de que “la vocación y el
compromiso de ser hoy discípulos y misioneros… requieren una clara y decidida
opción por la formación de los miembros de nuestras comunidades, en bien de
todos los bautizados, cualquiera sea la función que desarrollen en la Iglesia”
(DA 276).
La formación debe ser integral, es decir,
dirigirse a todos los hombres y mujeres de las diferentes culturas y, también,
abarcar todos los aspectos de la vida. El evangelio está llamado a transformar
la mente, la conciencia y el corazón de cada persona y grupo; un cambio que,
necesariamente, se manifiesta y concretiza en las relaciones sociales,
políticas, económicas y religiosas. No hay espacio de la vida y de la actividad
humana que permanezca al margen de la Buena Noticia traída y vivida por
Jesucristo. Esta constatación nos desafía a crear estructuras que hagan posible
la vivencia de los valores evangélicos.
Los valores espirituales, éticos, morales y
estéticos, desarrollados a lo largo de la historia, confieren un matiz muy
singular a la vida de los pueblos. Es muy común, por ello, la aplicación del
calificativo franciscano a los diferentes campos del saber y del quehacer
humano; por eso, con todo derecho, hablamos de filosofía franciscana, teología
franciscana, pedagogía franciscana, misión franciscana, arte franciscano, etc.
La formación de la mente y del corazón,
asimismo, sigue siendo el camino adecuado para superar las tensiones y
conflictos que puedan generarse entre los seres humanos por razones de sexo, raza,
religión o posiciones políticas y económicas.
La pedagogía franciscana, desde su axiología,
está llamada a formar a hombres y mujeres que puedan dialogar con las otras culturas
sin perder su identidad cristiana. Este es el pensamiento de Francisco de Asís
cuando invita a vivir el evangelio sin miedos ni prejuicios y a anunciarlo
cuando sea conveniente.
Desde esta visión
integral de la formación, comprobamos que no basta la educación científica y
técnica. Es necesario impulsar también una formación bíblica, litúrgica, socio-política,
entre otras. “La coherencia entre fe y
vida, por ejemplo, en el ámbito político, económico y social exige la formación
de la conciencia, que se traduce en un conocimiento de la Doctrina social de la
Iglesia” (DA 505).
La formación,
igualmente, debe abarcar toda las dimensiones humana y comunitaria, espiritual,
intelectual, pastoral y misionera (cfr.
DA 280). De la formación que se
imparta depende la vitalidad de la Iglesia en el presente y el futuro. Recordemos, además, que la formación es “permanente y dinámica, de acuerdo con el
desarrollo de las personas y al servicio
que están llamadas a prestar, en medio de las exigencias de las historia”
(DA 279). Solamente
un franciscano convencido y bien formado se comprometerá con la vida de la
iglesia, de la familia y de la sociedad en general.
6.3. Compromiso misionero
El encuentro con
Cristo, nos lleva a la comunión con los hermanos y ésta a la misión. “El discípulo, a medida que conoce y ama a
su Señor, experimenta la necesidad de compartir con otros su alegría de ser
enviado, de ir al mundo a anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado, a hacer
realidad el amor y el servicio en la persona de los más necesitados, en una
palabra, a construir el Reino de Dios” (DA
278 e).
Es muy alentador
comprobar la presencia de muchísimos sacerdotes, religiosas/os y laicas/os que,
motivados por una espiritualidad muy clara y firme, se entregan con toda su alma
a anunciar a Jesucristo, especialmente a
los más pobres, sin importarles ninguna clase de obstáculos. “La
vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De
hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la
orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás” (DA 360).
Es muy
importante asumir la gran misión en todo el Continente americano y del Caribe. “La Iglesia necesita una fuerte conmoción
que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y la tibieza, al
margen del sufrimiento de los pobres del Continente” (DA 362).
Cada Iglesia
local “necesita robustecer su conciencia
misionera” que le impulse ir al
encuentro de aquellos que aún no creen en Cristo y de los bautizados que no participan en la vida
de las comunidades cristianas (cfr. DA
168).
La vida
franciscana, en todas sus formas, ya sea como religiosos o laicos, por su parte,
si se encierre en sí misma, corre el riesgo de perder el horizonte de su
identidad y misión fundamental: anunciar a Cristo a todo el mundo. Por ello, “para no caer en la trampa de encerrarnos en
nosotros mismos, debemos formarnos como discípulos y misioneros sin fronteras,
dispuesto a ir `a la otra orilla´, aquella en la que Cristo no es aún
reconocido como Dios y Señor y la Iglesia no está todavía presente” (DA 376).
Como
franciscanos, estamos llamados a mirar más allá de nosotros mismos y a interesarnos por las
personas que están a nuestro alrededor, por el Plan de la Diócesis y de la
comunidad parroquial en donde nos encontramos (cfr. DA 169). Esto implica salir de los muros para ir al encuentro de
los alejados de Cristo y de la Iglesia e invitarlos a volver. A este propósito,
nos dice Pablo: “¿Cómo
van a invocar a aquel en quien no creen? Y ¿Cómo van a creer en él, si no les
ha sido anunciado? Y ¿Cómo va a ser anunciado, si nadie es enviado? Por eso
dice la escritura: ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian buenas
noticias” (Rm10,
14-15).
La misión evangelizadora, además de propiciar el encuentro con Cristo y ofrecer
una calidez de vida comunitaria, dependerá de una sólida formación y del
impulso misionero.
CONCLUSION
Después de haber
comentado los principales elementos que están presentes en la Misión
franciscana en el mundo, podemos, de una manera sintética, indicar
algunas conclusiones, que nos ayuden a continuar con nuestra reflexión.
1)
La Misión franciscana es la misma
de Cristo y la Iglesia: anunciar el amor misericordioso del Padre a todas las
naciones. Por ello, debemos ahondar en su fundamento teológico y pastoral,
especialmente en la gratuidad de la vocación y la generosidad de la respuesta.
2)
La familia franciscana, como
parte activa de la Iglesia, está llamada a sumir los planes Diocesanos y
parroquiales, de tal manera que sea discípula y misionera de Cristo. “Amar a
Cristo es amar a la Iglesia en sus personas y en sus instituciones, como lo hizo
Francisco” (Efm, 51-52).
3)
La Misión franciscana se
encarna en el mundo físico y cultural de cada época y región. Un mundo que hay
que amarlo apasionadamente si se quiere descubrir la presencia de Dios en cada
acontecimiento social, político y económico y salvarlo, tal como fue la decisión
del Padre al enviarnos a su Hijo y entregarnos al Espíritu Santo.
4)
El testimonio de vida en
fraternidad y minoridad y el anuncio explicito de la palabra son los mejores
modos de evangelizar según el estilo franciscano. San Buenaventura, de una
manera sintética, nos dice que quien quiera presentar el evangelio necesita de
tres cosas: ciencia, elocuencia y vida. Una palabra sin ciencia es peligrosa, “sin la elocuencia es inútil y sin la vida
decorosa de ambas es infame” (Efm,
41).
5)
Como franciscanos estamos
llamados a crear espacios para que las personas con las que entramos en
relación puedan encontrarse con Cristo, experimentar la calidez de las
relaciones fraternas, comprometerse con un proyecto de formación y saberse
enviadas a evangelizar.
Abreviaciones
CtaO: Carta a la Orden
1R: Regla no bulada
2R: Regla bulada.
Test: Testamento
1C: Vida primera de Celano
LP: Leyenda de Perusa
DCE: Deus caritas est
DA: Documento de Aparecida
Hl: Habéis sido llamados a la libertad
IE: Id y enseñad.
CdC: Caminar desde Cristo
Efm: Enviados a evangelizar, en fraternidad y
minoridad, en la Parroquia.
[1] Jeremías 1, 5-8: “Antes de haberte
formado yo en el vientre, te conocía, y antes de que nacieses, te tenía
consagrado: yo profeta de las naciones te constituí… adondequiera que yo te
envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No les tengas miedo, que contigo
estoy yo para salvarte”.
Amós 7, 15: “Pero Yahvé me tomó de detrás del rebaño, y me dijo Jahvé: ‘Ve y
profetiza a mi pueblo Israel’”.
Marcos 3, 13-15: “Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó a Doce, para
que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar los
demonios” (cfr. Mc 6, 7-13)
[2] Mateo 10, 1: “Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus
inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia”.
Marcos
1, 17-20: “… vio a Simón y Andrés… y
Jesús les dijo: ‘venid conmigo, y os
haré llegar a ser pescadores de hombres’… más adelante vio a Santiago… y a su hermano Juan… y al instante los llamó”. Marcos 2, 14: “Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de
impuestos, y le dice: `Sígueme`. El
se levantó y le siguió”. Marcos 8,
34-36: “Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: `si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me
siga…`”.
Lucas 6, 13: “Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que
llamó también apóstoles”.
Juan 1, 43: “… y encuentra a Felipe y Jesús le dice: `sígueme`”. Juan 15, 16-17: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino
que yo os he elegido a vosotros y os
he destinado para que vayáis y deis fruto…”.
[3] Mateo 10, 5-7: “A estos doce envió Jesús, después de darles estas
instrucciones:…”. Mateo 28, 19-20: “Id, pues, y haced discípulos a todas
las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo…”. Marcos 16: 15-16. 20: “Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la
creación…”. Lucas 9, 1-3.6: “… y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar…”. Lucas 10: 1-4: “… y
los envió por delante, de dos en dos, a
todas las ciudades y sitios adonde él había de ir…”. Juan 20, 21: “Como el Padre me envió, también yo os envío”.
[4] Marcos 1, 14-15: “… marchó Jesús a
Galilea y proclamaba la Buena Nueva
de Dios: `El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y
creed en la Buena Nueva`”.
Lucas 4, 18-19: “El Espíritu del
Señor está sobre mí para anunciar a los
pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los
cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor”. Lucas 8, 1-3: “Recorrió a continuación ciudades y pueblos proclamando y anunciado la Buena Nueva del Reino de Dios; le
acompañaban los doce…”.
[5] Benedicto XVI, Mensaje para la
celebración de la XLIII Jornada
mundial de la paz, de enero de 2010.
Todos muy atentos |
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