jueves, 26 de mayo de 2016

PONENCIA # 1 LA TAREA DE EVANGELIZAR DEL FRANCISCANO SEGLAR EN AMÉRICA.


Mons. Luis Cabrera Herrera, ofm.
Arzobispo de Guayaquil
Lo presenta la Hna. Antonia Tigrero, Ministra Nacional


Mons, Luis muy emotivo



Misión franciscana en el mundo

+ Luis Cabrera Herrera, ofm

INTRODUCCIÓN

En el título de este tema, encontramos tres elementos importantes: la misión, lo franciscano y el mundo.

“La misión”, nos indica la tarea o lo QUE se debe hacer; “lo Franciscano”, el estilo o el COMO realizar la misión; y “el mundo”, el lugar físico y humano, en DONDE se lleva a cabo la misión.

Como Franciscanos, religiosos y seglares, hemos sido llamados por Dios y por la Iglesia para ser enviados al mundo a proclamar el Evangelio, en fraternidad y minoridad, mediante la vida y palabra,  utilizando los medios y métodos, según las condiciones de cada época y lugar.

En esta breve descripción, los conceptos claves son: vocación – envío – y tarea específica.

El término “envío”, por su parte, es el nexo o puente entre vocación y tarea concreta. Este esquema lo encontramos en la vida laical, consagrada y sacerdotal[1]: Dios llama a alguien para enviarle a cumplir una tarea particular.

Teniendo presente estos elementos, analizaremos, brevemente: 1. La vocación, en cuanto iniciativa de Dios y nuestra respuesta. 2. La misión, como envío y tarea. 3. El mundo, en su dimensión física y humana. 4. Los modos de la misión: vida y palabra. 5. Los medios para la misión. 6.  Desafíos de la misión.

1.    LA VOCACIÓN: LLAMADOS POR DIOS Y POR LA IGLESIA

En el origen de toda vocación está la iniciativa de Dios. Es Él quien, de una forma libre y gratuita, llama a sus seguidores o servidores. Los méritos y las cualidades físicas, morales y espirituales de los llamados no son el criterio fundamental y definitivo. Dios se hace presente en los límites del ser humano para realizar su obra[2]. Sin embargo, en el discernimiento sobre su idoneidad, sí es importante conocer las habilidades de los llamados.

Esta actitud de Dios suscita en la persona elegida sentimientos de sorpresa, temor y gratitud. ¿Cómo es posible, se pregunta, tanta grandeza y bondad ante mi pobreza y pequeñez? Esta es la experiencia de los patriarcas y profetas, en el Antiguo Testamento, y también de los discípulos de Jesús, comenzando por María, en el Nuevo Testamento.

La vocación, por su propia naturaleza y dinamismo, espera una respuesta libre e inteligente. Nada se impone por la fuerza. Jesús, en este sentido, es muy respetuoso con sus discípulos, siempre les invita a seguirle sin presión alguna. Pero su propuesta no se queda en el aire; es necesaria una posición: decir sí o no. ¡He aquí la gran responsabilidad de la persona elegida y llamada! Esto implica entrar en un proceso de discernimiento muy serio.

El saberse elegido y llamado, por un lado, le da seguridad y fuerza para no dejarse abatir por las adversidades del camino; y, por otro, la conciencia de ser responsable del sí o del no constituye un desafío para que busque los medios necesarios que le ayuden a mantenerse fiel hasta el final de la vida.

La vocación, por consiguiente, pertenece a la iniciativa de Dios; y la respuesta, a la libertad de cada persona.  

Si bien la vocación es una iniciativa de Dios; sin embargo, no lo hace directamente. Siempre se vale de mediaciones y, generalmente, lo hace a través de las personas de una comunidad y de los acontecimientos sociales.

Esta dimensión fraterna de la vocación pone de manifiesto que la misionera y el misionero nunca van a título personal o movidos por su propia iniciativa, sino en nombre de  Cristo y también de la Comunidad eclesial, ya sea religiosa o laical.

En este contexto de la vocación, se inscribe el sentido de discipulado. El que se sabe elegido y llamado asume la actitud del discípulo que escucha, asimila y pone en práctica las enseñanzas del Maestro.

Ser discípulo es el primer paso para prepararse a la misión que Dios le encomiende. Jesús, después de llamar a sus seguidores, les forma la mente y el corazón; y, luego, les transforma en apóstoles, testigos o misioneros. Es un largo proceso de encuentros y reflexiones, vivido con amor, paciencia y perseverancia.
Francisco de Asís, cuando escuchó la llamada del Señor, especialmente en San Damián y la Porciúncula, respondió con generosidad, prontitud y valentía. No dudó en abandonar su familia, compartir sus bienes con los más pobres y lanzarse a vivir, sin miedos ni prejuicios, la propuesta de Cristo. El saberse y sentirse elegido le permitió hacer de su vida un canto de alabanza y una bendición como reconocimiento de tan grande y maravilloso amor.

Francisco, como buen discípulo del Señor, escuchaba con frecuencia su voz. “Inclinad, les decía a sus hermanos, el oído de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios” (CtaO 6). Para ello, dedicaba largas horas a la oración y a la meditación del Evangelio. Cuando algo no entendía, recurría a los hermanos y hermanas y, de una manera especial, a los sacerdotes. Son ellos quienes le ayudaban a interpretar correctamente lo que el Señor le pedía en cada momento de su vida.

2.    LA MISIÓN

La revelación nos indica que la misión es una dimensión esencial de Dios. Por esta razón, la teología habla de las “Misiones divinas”, como aspectos fundamentales de la Santísima Trinidad. La creación del mundo es atribuida al Padre, pero que la realiza por medio de su Palabra (Logos) y de su Espíritu (Ruah).

Jesús es consciente de que ha sido enviado para cumplir la voluntad de su Padre y que no es otra que la de  hacer presente su Reino en este mundo.

Pero Jesús no solo es el mensajero del proyecto de Abbá sobre el mundo. Él mismo es ya la presencia y la actuación de Dios. Por eso, anuncia un mundo de relaciones humanas, basadas en el amor, la solidaridad y en el respeto. Y, a la vez, denuncia las injusticias, la corrupción y la perversión, que se producen, principalmente, en los ámbitos fundamentales del ser humano: la sexualidad, la propiedad y el poder.

El Espíritu Santo es el misionero del Padre y del Hijo. Como  Maestro interior, viene a enseñar y a hacer posibles las obras de Dios. Es el gran protagonista de la misión en todo el mundo, razón por la cual todos los seres humanos pueden convertirse en mediadores de su acción.

El Espíritu Santo se hace presente, de una manera muy especial, en la palabra, en los Sacramentos y  en las acciones de caridad de la Iglesia. En ella actúa de un modo invisible y se manifiesta en la variedad de carismas.

Esta misión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo es confiada a la Iglesia. Primero, son los discípulos; y luego toda la comunidad de creyentes.

El término misión, por su parte, proviene del latín “mitto” y del participio “missum”; y significa “enviar” o “enviado”.  El “ser enviado”, además, implica una tarea concreta que se encomienda a una persona o a un grupo. En este sentido, se habla de misión científica, cultural, religiosa, política, etc.

Analicemos este concepto en su doble significado: como envío y como tarea específica.

2.1.       La misión como envío

La misión como envío implica ir más allá de las fronteras de sí mismo, del mundo familiar, social y cultural. Es poner en movimiento la mente, el corazón y los pies[3].

En una época, en donde se defiende los espacios de privacidad y disfrute y del consumismo individualista, es necesario ir al encuentro de los otros. Esto hará que nuestra opción por los pobres no se quede en el plano teórico o emotivo, sino que tenga su incidencia en las decisiones y en el comportamiento (cfr. DA 397).

Esta nueva concepción de la vida cristiana crea nuevas relaciones de libertad y desprendimiento frente a personas, lugares y cosas, que permiten ponerse en camino hacia los más alejados de Cristo y de la Iglesia.

Francisco de Asís muy pronto comprendió que su vida tenía sentido en la medida en que iba hacia los otros (cfr. 1Cel. 15, 39). Por ello, no pensó dos veces en abandonar su familia y su pueblo y constituirse en un itinerante. Con Francisco, se inaugura un nuevo estilo de vida evangélico. Los monasterios y los templos parroquiales dejan de ser los únicos lugares preferidos de la predicación; ahora, los nuevos escenarios o aréopagos son los caminos, las plazas, los pueblos vecinos y las grandes ciudades. Con él se constituye una Fraternidad misionera.

2.2. La misión como tarea

La vocación y el envío siempre tienen una finalidad o una tarea específica. En este caso, no es otra que la de anunciar la Palabra de Dios, curar a los enfermos, expulsar a los demonios, etc.[4].

La misión como tarea, generalmente, se identifica con el anuncio del evangelio. Este es el objetivo primero y fundamental de todo envío, la razón de ser de la Iglesia, es como  el ADN que le da identidad o su naturaleza. Para cumplir con esta tarea tendrá que buscar todos los medios y los modos posibles, según las circunstancias de cada época y lugar geográfico y social.

La misión, en su doble dimensión de envío y tarea, de este modo, se convierte en el horizonte de comprensión y en el estilo de vida de los discípulos de Jesús y, por ende, de la familia franciscana.

La misión, entonces, ni siquiera es un valor transversal. Es el punto de referencia de todas las acciones pastorales que la Iglesia pueda llevar a cabo.  La misión se transforma en el centro o en el eje alrededor del cual debe girar el servicio pastoral de las parroquias, la educación de las escuelas y colegios, la atención espiritual de los santuarios, la formación para la vida religiosa, la reflexión teológica, la celebración litúrgica, la administración de los recursos económicos, etc.

Los votos, en la vida religiosa y laical, igualmente, adquieren otro significado a la luz de la misión. La castidad se hace amor y entrega y no egoísmo pernicioso; la obediencia se vuelve escucha y libertad y no pasiva sumisión y la autoridad, servicio y no control ni prestigio social; y la pobreza se transforma en solidaridad y restitución y no en vacío y miseria.

¡Se trata de una nueva revolución copernicana que tiene que darse en la Iglesia y en la espiritualidad franciscana si se quiere ser fiel al encargo de Cristo en el día de hoy! Poner la misión en el corazón o, mejor todavía, hacer de la misión el corazón de nuestra vida: ¡he aquí nuestro principal desafío!

El ser misioneros, desde el horizonte franciscano, nos hace itinerantes. La desapropiación de personas, lugares y actividades y la vida de pobreza sólo tienen sentido en cuanto son consecuencias de la misión. Pero también una vida de desprendimiento constituye una condición fundamental para la misión. Quien poco o nada tiene, se siente más liberado para abandonar en cualquier momento lugares y trabajos y dirigirse hacia donde el Espíritu lo envíe.

Francisco, desde el inicio, tuvo claro cuál era la finalidad de la Orden: “Marchad, carísimos, de dos en dos por las diversas partes de la tierra, anunciando a los hombres la paz y la penitencia para remisión de los pecados” (1C 29). “Dios, le recordaba al Cardenal Hugolino, ha elegido y ha enviado a los hermanos para provecho y salvación de todos los hombres del mundo entero” (LP 108).

3. EL MUNDO
           
La vocación y la misión se dan en un contexto geográfico e histórico social concretos; es decir, en el mundo físico y en el mundo cultural en todas sus dimensiones y relaciones: con Dios, las otras personas, la naturaleza y consigo mismo.

3.1. El mundo físico

El mundo físico es una obra de Dios, nos recuerda el Papa Benedicto XVI, en su mensaje para la jornada mundial de la paz[5], intitulado: “si quieres cultivar la paz, custodia la creación”. En  esta obra se manifiesta su sabiduría, bondad, belleza y poder. Una obra que nos invita a trascender o a ir más allá de sí misma y a descubrir en cada uno de sus elementos la huella del Creador.

El universo, como obra de Dios, se nos revela como madre (Pachamama), hermana y amiga. Una dimensión que llevó al hermano Francisco de Asís a bendecir al Altísimo y Omnipotente Buen Señor por todas las bondades del hermano sol y la hermana luna, del hermano fuego y la hermana agua, del hermano aire y la hermana y madre tierra, e incluso por la hermana enfermedad y la hermana muerte.

El mundo físico, igualmente, es la casa o el espacio vital en donde podemos desarrollar las dimensiones físicas, psíquicas y espirituales. Cuando nos relacionamos con la naturaleza, descubrimos que compartimos una serie de leyes físicas, químicas y biológicas; y que de ella tomamos muchos elementos vitales, como el aire, el agua, el alimento, entre otros.

Esta concepción del universo deja sin fundamento algunas doctrinas muy difundidas entre nosotros. Entre ellas, la idea de que el universo es fruto del azar o el simple resultado de un proceso evolutivo. El cosmos, según esta visión, sería un conjunto de átomos sin sentido o de cosas sin ningún plan (cfr. Mensaje, 6).

Para otros pensadores, la naturaleza sería un dios, un mundo sacralizado e intocable que se transforma en amenaza, dominación y sometimiento; y que, para aplacar su ira u obtener sus favores, se debería rendirle culto. Con estas prácticas rituales, fácilmente, se caería en un panteísmo.

Muchas ideologías consideran  a la naturaleza como un objeto de compra y venta o un botín de guerra. Esta manera de entender provoca las innumerables luchas fratricidas que, actualmente, se dan en diversas partes del mundo. Todas ellas pretenden apropiarse los territorios, especialmente de aquellos que encierran grandes riquezas mineras o agrícolas, con el fin de explotarlas de una manera irresponsable y egoísta, casi siempre motivados por el deseo insaciable de lucro.

De la constatación de estos hechos dolorosos surge la necesidad ineludible de proteger la naturaleza de toda forma de abuso o contaminación. De su cuidado depende no sólo nuestro presente y futuro como seres humanos, sino también la paz entre los pueblos (cfr. Mensaje, 3).

3.2. El mundo social

El mundo social nos pone en contacto con miles de millones de rostros de distintas culturas, etnias, edades, sexo, espiritualidades, posiciones políticas y sistemas económicos. Cada cual con sus propias tradiciones y costumbres, desarrolladas en los más variados horizontes geográficos e históricos.

Desde el punto de vista religioso, nos encontramos con grupos humanos que se autodefinen ateos o agnósticos y con otros que profesan un sinnúmero de religiones y espiritualidades. Esta realidad nos invita a establecer el diálogo intercultural e interreligioso.

En el mundo cristiano, entramos en contacto con al menos tres grandes grupos de seguidores de Jesús: Ortodoxos, Católicos y Protestantes, con una diversidad impresionante de formas o estilos de vida. Estas realidades nos impelen a iniciar o a consolidar el diálogo ecuménico.

Dentro de la misma Iglesia Católica, constamos la presencia de innumerables grupos religiosos y laicales, con sus respectivos carismas, que van desde los que tan sólo han sido bautizados hasta los practicantes.

Todos estos rostros de creyentes y no creyentes y de cristianos de diversas denominaciones requieren un tratamiento especial si queremos anunciarles el evangelio. En estos grupos humanos, los pobres ocupan un puesto preferencial. Y esto no sólo por el número, sino porque son los que realmente esperan la liberación de tantas opresiones sociales, económicas, políticas y hasta religiosas.

3.3. Amar y salvar al mundo

La misión evangelizadora de la Iglesia en el mundo se inspira en el amor y en el deseo de salvarlo. El texto que mejor expresa esta idea es el de Juan 3, 16-17: “Tanto amó Dios al mundo…  que envío a su Hijo único  no para condenar el mundo sino para que el mundo se salve por él.

El amor de Dios al mundo es tan grande que supera cualquier expectativa o cálculo humano. Un amor gratuito y eterno, sin límites ni condiciones; un amor apasionado y hasta porfiado.  El mundo es tan digno de ser amado que vale la pena arriesgarse y dar lo mejor. 

Dios envía a su Hijo único no para condenar al mundo, sino para salvarlo. En esta finalidad de la misión se encuentra implícito el otro concepto de mundo que tiene Juan: como pecado y que, por lo mismo, afecta al ser humano en sus relaciones con: Dios, las personas, la naturaleza y consigo mismo.

El Hijo de Dios viene a salvar este mundo físico y humano, digno de ser amado, de ese “otro tipo” de mundo, construido en base a relaciones hostiles y contrarias al plan original para el que fue creado. Jesucristo, entonces, nos salva:

§  De las relaciones de miedo, indiferencia y de rechazo frente a Dios; e instaura las relaciones de  hijo a Padre, de amigo a amigo y de criatura a Creador.

§  De las relaciones de discriminación y exclusión entre nosotros por razones étnicas, políticas, económicas, de género y raza;  y nos propone unas relaciones fraternas, basadas en el amor y la verdad, la justicia y la solidaridad, el respeto y la acogida, entre otros valores.

§  De las relaciones de posesión, dominación y explotación de los bienes materiales y de sus altos niveles de contaminación doméstica e industrial; y nos invita a descubrir la naturaleza como la obra de Dios en donde se refleja su  bondad, sabiduría, poder y belleza. Un mundo como casa de todos y condición indispensable para un sano desarrollo en todos los aspectos de la vida.

§  De las relaciones narcisistas o de menosprecio de nosotros mismos; y nos invita a descubrir nuestras capacidades para desarrollarlas y las  limitaciones para superarlas. 

¡Amar al mundo para salvarlo! He aquí uno de los grandes desafíos  para nuestra misión evangelizadora en nuestras Instituciones educativas franciscanas.

Amarlo tal como es, con sus luces y sombras, vacíos y virtudes, sueños y realizaciones, gozos y esperanzas, angustias y sufrimientos, constituye el punto de partida para cualquier actividad educativa y mucho más si es franciscana.

Esta actitud frente al mundo nos permite acercarnos libremente, sin temores ni prejuicios y con audacia y creatividad. Nos ayuda a no sucumbir en las tentaciones del cansancio, de la rutina, de la comodidad, del gris pragmatismo, que nos pueden venir de la constatación del pecado en el mundo.

Necesitamos amar al mundo físico en donde vivimos y, de una manera especial, al mundo de los pobres, de los jóvenes, de las familias. Amar al mundo de cada una de las vocaciones a la vida sacerdotal, religiosa y laical. Amar a un mundo concreto, hecho de personas, con rostros, nombres e historias.

 “El mundo es nuestro claustro, repetimos con cierto orgullo. Sin embargo, si queremos que sea una plataforma válida para restituir el don del Evangelio, hemos de amarlo, sentir simpatía por él, entrar en diálogo con él… La cultura secularizada no ha de verse sólo como una amenaza, sino también como una nueva y fascinante oportunidad para anunciar el evangelio, como un desafío teológico y pastoral. De este modo, el mundo no es sólo un campo de batalla, sino sobe todo un lugar preparado para sembrar la buena semilla. No podemos evangelizar lo que no amamos” (CdE, 9). Esto nos permitirá superar la gran tentación de pensar y amar un mundo universal, impersonal, amorfo, anónimo y sin historia o como simple categoría ideológica.  

Nuestra misión franciscana es “inter gentes”, es decir, está “en las plazas y los caminos, en los lugares en donde los hombres y mujeres se encuentran, viven, trabajan, sufren y gozan. No podemos quedarnos simplemente esperando a los que llegan. Es necesario ponernos en camino. Es necesario ir al encuentro de los hombres y mujeres para anunciarles el evangelio, con fantasía y creatividad evangélicas, aunque esto no esté exento de dificultades” (CdE, 8). El sabernos dentro del mundo social nos compromete a buscar nuevos espacios para compartir los bienes con los laicos y también con las otras iglesias. Por eso, lo más importante como educadores franciscanos no es preguntarnos ¿cómo vemos al mundo?, sino ¿cómo este nos ve?

4.             MODOS DE LA MISIÓN

Los hermanos, desde los inicios, se sienten enviados al mundo a anunciar lo que viven. Esta convicción es ratificada por muchos documentos de la familia franciscana.

Francisco de Asís descubre que la Misión evangelizadora se debe realizar, primero, con la vida; y, luego, si es conveniente, con la palabra (1R 17,3). Esta convicción la expresa, de una manera muy clara y precisa, cuando envía a sus hermanos entre “infieles y sarracenos” (cfr. 2R 12, 1), según el lenguaje de la época.

El testimonio silencioso y el anuncio explícito, de este modo, son las dos maneras de comunicar el evangelio al mundo (cfr. 1R 16, 6-7).  El testimonio se  expresa en la renuncia de privilegios y en la confianza en la Providencia. La palabra hablada y escrita convierte a Francisco en el heraldo o mensajero del Evangelio de la paz, del amor, de la libertad y de la solidaridad. 

En estas dos formas de evangelizar, además, se complementan la misión “inter gentes” y la misión “ad gentes”; “una síntesis que se hace posible por la docilidad al Espíritu del Señor” (CdE, 28). Estar entre la gente para vivir el evangelio y confesar que se es  cristiano son  también las maneras apropiadas para inculturarse y aprender el lenguaje del mundo.

4.1. Vivir el Evangelio

Para Francisco, el evangelio está en el centro de la forma de vida que asume. Más aún, es la vida y la norma suprema de toda acción (cfr. 2R 1, 1). “Y después que el Señor me dio hermanos, nos dice, nadie me mostraba que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio” (Test 14-15).

El evangelio no es sólo un texto escrito que hay que leer, meditar, orar y vivirlo, sino sobre todo es una Persona, es Cristo. Él es la Buena Noticia del Padre; alguien con quien se puede dialogar y compartir los sueños, las preocupaciones y hasta incluso llegar a tener sus propios sentimientos (cfr. Flp 2, 5).

Vivir el evangelio significa, por otra parte, seguir a Jesús como discípulos (cfr. 1R 1, 1; 2R 1, 1). Asimismo, es asumir un nuevo estilo de vida, que se refleja en las relaciones con Dios, en la comunión fraterna y en el compartir solidario con los más pobres de este mundo. La vida con Dios, con los hermanos y con los pobres, de este modo, queda impregnada por la presencia de Jesús. Tanto es así que “el corazón del anuncio franciscano es… la persona viva y el nombre de Jesús, que `ilumina de esplendor el anuncio y la escucha de su palabra” (Hl, 19).

4.2. Predicar el evangelio

El encuentro con Jesús nos transforma en sus testigos. La experiencia vivida, en una relación profunda con el Señor, por su propia dinámica, tiende a manifestarse: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1Jn 1, 3).

Francisco, cuando escucha, en la Porciúncula, el evangelio del envío, se pone en camino inmediatamente. Comprende que un discípulo debe dar testimonio de Jesús. Por eso, lleno de emoción, exclama: “Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica” (1Cel 22). La vocación y la misión, entonces, están estrechamente ligadas entre sí: no hay vocación sin misión, ni misión sin vocación.

La predicación de la Palabra supone un conocimiento de la cultura y del lenguaje del pueblo. El uso de los ejemplos, la narración, las experiencias, las parábolas, las comparaciones y de otros recursos literarios despierta el interés de los oyentes. Francisco recomienda a sus hermanos predicadores que sus palabras sean ponderadas, limpias y breves (cfr. 2R, 3-4). San Bernardino de Siena nos dirá que una predicación, para que sea incisiva e inculturada, debe ser: “buena, breve y clara” (Efm, 40).

La misión, desde la perspectiva franciscana, también, está caracterizada por la fraternidad y la minoridad.

La vida fraterna sigue siendo la primera y fundamental forma de evangelización. “En efecto, ´la comunión fraterna, que se basa en la oración y la penitencia, es el primer  preclaro testimonio a favor del Evangelio´” (Hl, 21). Cuando un hermano o hermana actúa físicamente solo o sola, incluso ahí lo hace en nombre y por mandato de la fraternidad. Las iniciativas individualistas, por lo tanto, no tienen cabida en la espiritualidad franciscana.

La minoridad, por su parte, se manifiesta en la calidad de las relaciones sociales y en la simplicidad de los medios que se utilizan para dar testimonio y anunciar la palabra. Las relaciones humanas están impregnadas de valores como la cercanía, la acogida, la cordialidad y el respeto. Nadie se siente más porque da o posee un servicio ni menos porque recibe o tiene otra actividad. La minoridad nos libera de los miedos y prejuicios sociales, nos desarma el corazón de toda hostilidad frente a lo desconocido. El presentarse como siervos y pequeños, humildes y pacíficos, hace posible que las personas se acerquen sin temor alguno. Presentar a un Dios “`menor´, que se hace niño, que pide prestados los vestidos de la carne, que transita por las calles del mundo con peregrino y extranjero, que no tenía donde reposar la cabeza, que se deja capturar y crucificar y muere por amor a sus hermanos, que se dona cada día como alimento de vida: ¿Quién puede temerle a un Dios así?” (Efm, 54; cfr. Hl, 22).


5.  MEDIOS DE LA MISIÓN

A lo largo de la historia, las hermanas y hermanos, para llevar a cabo la misión evangelizadora, han creado los más diversos medios, de acuerdo con las necesidades de los lugares geográficos y sociales a donde han sido enviados. Entre los más conocidos, están las Parroquias, los Santuarios, las Escuelas, Colegios y Universidades, los Medios de comunicación, los Centros de salud, etc. En cada uno de ellos han desplegado muchas iniciativas y los mejores recursos humanos y financieros. Basta constatar el enorme patrimonio cultural que han construido y sostenido en todos los países en donde se encuentra la presencia franciscana.

Es importante, por otra parte, distinguir muy bien entre los fines de la misión y sus medios. Esto nos permite establecer su justa relación. El anuncio del Evangelio, como ya vimos, constituye el fin último de la misión. En cambio, las estructuras y los recursos didácticos y financieros son las mediaciones que hacen posible la consecución del mismo. La misión evangelizadora, desde esta perspectiva, nos desafía a crear y proponer los más variados métodos y estructuras.

Si no hacemos esta distinción, podemos caer fácilmente en planteamientos equívocos o en disyuntivas inútiles como, por ejemplo, dar a elegir entre: educación o misión. Si vaciamos el contenido de la misión, igualmente, la pastoral se puede transformar en puro activismo burocrático; la oración, en fuga o en autocomplacencia; la formación, en una visión narcisista; la vida fraterna, en una comunidad terapéutica; la economía, en acumulación o en despilfarro, en vez de ser justicia y solidaridad; y el trabajo doméstico, en servilismo.

6.      DESAFÍOS DE LA MISIÓN

El principal desafío que plantea la Misión evangelizadora es crear o fortalecer una pedagogía capaz de formar auténticos discípulos y misioneros. Discípulos que escuchen con entusiasmo y alegría al Maestro; y Misionero  intrépidos y apasionados para que anuncien el evangelio, con su vida y palabra, en un mundo marcado por la globalización y por los cambios profundos y vertiginosos en los diversos campos de la vida humana. “Discipulado y misión, nos dice el Papa Benedicto, son como las dos caras de una misma medalla: cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo El nos salva” (DA, Discurso Inaugural, 3).

A la luz del Documento de Aparecida 226, podemos sintetizar los cuatro grandes desafíos de la evangelización a la vida franciscana: el encuentro con Cristo, la vivencia comunitaria, la formación y el compromiso misionero.

6.1. Encuentro con Cristo

El papa Benedicto XVI afirma que somos cristianos no por una decisión ética ni por una gran idea, sino por un encuentro personal con Cristo (cfr. DCE, 1).  “Esa fue la hermosa experiencia de aquellos primeros discípulos que, encontrando a Jesús, quedaron fascinados y llenos de estupor ante la excepcionalidad de quien les hablaba, ante el modo cómo los trataba, correspondiendo al hambre y sed de vida que había en sus corazones” (DA 244). Pero, ¿en dónde encontrarlo?

Encontramos a Jesús en la Sagrada Escritura. Esta afirmación nos compromete a crear o fortalecer las “escuelas” de Biblia que nos permitan acercarnos a la Palabra no solo de un modo intelectual o instrumental, sino “con un corazón hambriento de oír la Palabra del Señor” (DA 248). La Lectio divina, con sus cuatro pasos: lectura, meditación, oración y contemplación, sigue siendo un modo práctico para entrar en relación con Jesús como Maestro, Mesías e Hijo de Dios.

Las celebraciones litúrgicas, también, son otros lugares privilegiados para encontramos con Jesús. En la Eucaristía, por ejemplo, el discípulo entra en comunión con su Maestro y ella se convierte en “fuente inextinguible del impulso misionero” (DA 251).  En el sacramento de la reconciliación, asimismo, experimentamos su amor, misericordia y perdón; un encuentro que “nos devuelve la alegría y el entusiasmo de anunciarlo a los demás con corazón abierto y generoso” (DA 254).

La oración personal y comunitaria, alimentada por la Palabra y la Eucaristía, igualmente, es un medio imprescindible para cultivar una relación de profunda amistad con Jesucristo.

Jesús también está presente tanto “en medio de la comunidad viva en la fe y en el amor” como en los Pastores que le representan. Se le puede encontrar, asimismo, en los que “dan testimonio de lucha por la justicia, por la paz y el bien común”; y “en todos los acontecimientos de nuestros pueblos, que nos invitan a buscar un mundo más justo y más fraterno, en toda realidad humana, cuyos límites a veces nos duelen y agobian” (DA 256).

A Cristo se le encuentra, de una manera especial, en “los pobres, afligidos y enfermos”. Son ellos los que, con mucha frecuencia, nos evangelizan. La adhesión a Jesucristo “nos hace amigos de los pobres y solidarios con su destino” (DA 257).

La piedad popular, finalmente, es un espacio de encuentro con Jesucristo. En ella se “refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer”. Sus expresiones, por ello, merecen nuestro respeto y cariño. Aún más, constituyen un tesoro que hay que promoverlo y protegerlo (cfr. DA 258).

Entre estos lugares de encuentro con Jesucristo no hay oposición. Todos son necesarios y complementarios. Quien se encuentra con Cristo en la Palabra, por ejemplo, se sentirá impulsado a buscarlo en los pobres; y quién lo descubra en ellos, tratará de encontrarlo en la comunidad, en la eucaristía, en la reconciliación, en los pastores, en la oración y en la piedad popular. Lo importante es vivir cada uno de estos encuentros con intensidad y alegría.

Nuestras comunidades, entonces, deben ofrecer la posibilidad de encontrarse personalmente con Cristo, en sus más variadas modalidades y espacios. Esta experiencia debe ser tan profunda e intensa que les lleve a la conversión y a un cambio integral de vida. Un “encuentro con Jesucristo, Hijo del Padre, hermano y amigo, Maestro y Pastor misericordioso, esperanza, camino, verdad y vida” (DA 336). Recordemos que en “el corazón de la vida franciscana, tal como lo atestiguan los Escritos de Francisco y otros textos, se encuentra la experiencia de fe en Dios, en el encuentro personal con Jesucristo” (Hl, 8).

6.2. Vivencia comunitaria

La fe cristiana si bien nace del encuentro personal con Cristo; sin embargo, no se queda encerrada en el ámbito de lo privado o la intimidad de cada persona, como pretenden algunas ideologías. La fe en Cristo, necesariamente, se manifiesta en la comunidad. Por ello, Jesús afirma que nos reconocerán como sus discípulos si nos amamos los unos a los otros (cfr. Jn 13, 34). Y es que sólo en la comunidad es donde podemos practicar la justicia, la solidaridad, el amor, la misericordia y el perdón. “El discipulado y la misión, por lo tanto, siempre suponen la pertenencia a una comunidad” (DA 164).

En la cultura actual existe la gran tentación de ser cristianos sin iglesia. Por ello se fomentan espiritualidades individualistas. Pero sin la comunidad, nuestra fe corre el riesgo de desaparecer o de volverse alienante y enfermiza. La masificación es muy peligrosa, justamente, porque crea un ambiente sin rostro, sin presente ni futuro. Recordemos que la fe nos llega a través de la comunidad. Es necesario, por ello, fortalecer el sentido de pertenencia a una Iglesia concreta, en donde podamos entrar en comunión con los Pastores (cfr. DA 156).

Entre los lugares para fomentar la  comunión eclesial, están las Diócesis, las parroquias, las Comunidades eclesiales de base, las Pequeñas comunidades, las Asociaciones y los movimientos eclesiales. Las Diócesis y las Parroquias, en este sentido, están llamadas a ser “casa y escuela de comunión, de participación y solidaridad” (DA 167), un “lugar privilegiado en el que la mayoría de fieles tienen una experiencia concreta de Cristo y la comunión eclesial”  (DA 170).

En la comunidad también descubrimos y desarrollamos los diversos carismas personales que el Señor nos ha concedido para beneficio de todos. “La diversidad de carismas, ministerios y servicios, abre el horizonte para el ejercicio cotidiano de la comunión… Cada bautizado, en efecto, es portador de dones que debe desarrollar en unidad y complementariedad con los de los otros, a fin de fomentar el único Cuerpo de Cristo, entregado para la vida del mundo” (DA 162).

El gran desafío, por consiguiente, es crear o fortalecer ambientes en donde las personas se sientan acogidas, valoradas y amadas y, por lo mismo, corresponsables de la vida de los demás. “En un mundo lacerado por los rencores, discriminaciones y exclusiones… pueden convertirse las fraternidades en lugares de acogida para tantos que experimentan juicio, condena y marginación a casusa de su situación o elección de vida” (Hl, 13).

6.3. La formación

Cada día tomamos más conciencia de que los conocimientos que adquirimos cuando nos preparamos para celebrar los sacramentos no son suficientes para vivir como cristianos. Más de una vez, lamentablemente, nos contentamos con un cristianismo de tradición familiar o de una simple costumbre social. Cuántas veces nos parece ya mucho el que hayamos sido bautizados y vayamos a misa los domingos. Pero las consecuencias ya sabemos cuáles son: mediocridad, cansancio, falta de compromiso, fragilidad.

Estas realidades nos impulsan a buscar nuevos métodos y medios de enseñanza y aprendizaje. Un cristiano que no continúe con su formación está condenado a repetir fórmulas vacías y a perderse en sus propios errores. Esta constatación nos lleva a la convicción de que “la vocación y el compromiso de ser hoy discípulos y misioneros… requieren una clara y decidida opción por la formación de los miembros de nuestras comunidades, en bien de todos los bautizados, cualquiera sea la función que desarrollen en la Iglesia” (DA 276).

La formación debe ser integral, es decir, dirigirse a todos los hombres y mujeres de las diferentes culturas y, también, abarcar todos los aspectos de la vida. El evangelio está llamado a transformar la mente, la conciencia y el corazón de cada persona y grupo; un cambio que, necesariamente, se manifiesta y concretiza en las relaciones sociales, políticas, económicas y religiosas. No hay espacio de la vida y de la actividad humana que permanezca al margen de la Buena Noticia traída y vivida por Jesucristo. Esta constatación nos desafía a crear estructuras que hagan posible la vivencia de los valores evangélicos.

Los valores espirituales, éticos, morales y estéticos, desarrollados a lo largo de la historia, confieren un matiz muy singular a la vida de los pueblos. Es muy común, por ello, la aplicación del calificativo franciscano a los diferentes campos del saber y del quehacer humano; por eso, con todo derecho, hablamos de filosofía franciscana, teología franciscana, pedagogía franciscana, misión franciscana, arte franciscano, etc.

La formación de la mente y del corazón, asimismo, sigue siendo el camino adecuado para superar las tensiones y conflictos que puedan generarse entre los seres humanos por razones de sexo, raza, religión o posiciones políticas y económicas.

La pedagogía franciscana, desde su axiología, está llamada a formar a hombres y mujeres que puedan dialogar con las otras culturas sin perder su identidad cristiana. Este es el pensamiento de Francisco de Asís cuando invita a vivir el evangelio sin miedos ni prejuicios y a anunciarlo cuando sea conveniente.

Desde esta visión integral de la formación, comprobamos que no basta la educación científica y técnica. Es necesario impulsar también una formación bíblica, litúrgica, socio-política, entre otras. “La coherencia entre fe y vida, por ejemplo, en el ámbito político, económico y social exige la formación de la conciencia, que se traduce en un conocimiento de la Doctrina social de la Iglesia” (DA 505).

La formación, igualmente, debe abarcar toda las dimensiones humana y comunitaria, espiritual, intelectual, pastoral y misionera (cfr. DA  280). De la formación que se imparta depende la vitalidad de la Iglesia en el presente y el futuro. Recordemos, además, que la formación es “permanente y dinámica, de acuerdo con el desarrollo de las personas y al servicio  que están llamadas a prestar, en medio de las exigencias de las historia” (DA 279). Solamente un franciscano convencido y bien formado se comprometerá con la vida de la iglesia, de la familia y de la sociedad en general.

6.3. Compromiso misionero

El encuentro con Cristo, nos lleva a la comunión con los hermanos y ésta a la misión. “El discípulo, a medida que conoce y ama a su Señor, experimenta la necesidad de compartir con otros su alegría de ser enviado, de ir al mundo a anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado, a hacer realidad el amor y el servicio en la persona de los más necesitados, en una palabra, a construir el Reino de Dios” (DA 278 e).

Es muy alentador comprobar la presencia de muchísimos sacerdotes, religiosas/os y laicas/os que, motivados por una espiritualidad muy clara y firme, se entregan con toda su alma a anunciar a Jesucristo,  especialmente a los más pobres, sin importarles ninguna clase de obstáculos.  “La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás” (DA 360).

Es muy importante asumir la gran misión en todo el Continente americano y del Caribe. “La Iglesia necesita una fuerte conmoción que le impida instalarse en la comodidad, el estancamiento y la tibieza, al margen del sufrimiento de los pobres del Continente” (DA 362).

Cada Iglesia local “necesita robustecer su conciencia misionera” que le  impulse ir al encuentro de aquellos que aún no creen en Cristo y de  los bautizados que no participan en la vida de las comunidades cristianas (cfr. DA 168). 

La vida franciscana, en todas sus formas, ya sea como religiosos o laicos, por su parte, si se encierre en sí misma, corre el riesgo de perder el horizonte de su identidad y misión fundamental: anunciar a Cristo a todo el mundo. Por ello, “para no caer en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos, debemos formarnos como discípulos y misioneros sin fronteras, dispuesto a ir `a la otra orilla´, aquella en la que Cristo no es aún reconocido como Dios y Señor y la Iglesia no está todavía presente” (DA 376).

Como franciscanos, estamos llamados a mirar más allá de  nosotros mismos y a interesarnos por las personas que están a nuestro alrededor, por el Plan de la Diócesis y de la comunidad parroquial en donde nos encontramos (cfr. DA 169). Esto implica salir de los muros para ir al encuentro de los alejados de Cristo y de la Iglesia e invitarlos a volver. A este propósito, nos dice Pablo: “¿Cómo van a invocar a aquel en quien no creen? Y ¿Cómo van a creer en él, si no les ha sido anunciado? Y ¿Cómo va a ser anunciado, si nadie es enviado? Por eso dice la escritura: ¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian buenas noticias” (Rm10, 14-15).

La misión evangelizadora, además de propiciar el encuentro con Cristo y ofrecer una calidez de vida comunitaria, dependerá de una sólida formación y del impulso misionero.

CONCLUSION

Después de haber comentado los principales elementos que están presentes en la Misión franciscana en el mundo, podemos, de una manera sintética, indicar algunas conclusiones, que nos ayuden a continuar con nuestra reflexión.

1)      La Misión franciscana es la misma de Cristo y la Iglesia: anunciar el amor misericordioso del Padre a todas las naciones. Por ello, debemos ahondar en su fundamento teológico y pastoral, especialmente en la gratuidad de la vocación y la generosidad de la respuesta.

2)      La familia franciscana, como parte activa de la Iglesia, está llamada a sumir los planes Diocesanos y parroquiales, de tal manera que sea discípula y misionera de Cristo.  Amar a Cristo es amar a la Iglesia en sus personas y en sus instituciones, como lo hizo Francisco” (Efm, 51-52).

3)      La Misión franciscana se encarna en el mundo físico y cultural de cada época y región. Un mundo que hay que amarlo apasionadamente si se quiere descubrir la presencia de Dios en cada acontecimiento social, político y económico y salvarlo, tal como fue la decisión del Padre al enviarnos a su Hijo y entregarnos al Espíritu Santo.

4)      El testimonio de vida en fraternidad y minoridad y el anuncio explicito de la palabra son los mejores modos de evangelizar según el estilo franciscano. San Buenaventura, de una manera sintética, nos dice que quien quiera presentar el evangelio necesita de tres cosas: ciencia, elocuencia y vida. Una palabra sin ciencia es peligrosa, “sin la elocuencia es inútil y sin la vida decorosa de ambas es infame” (Efm, 41).

5)      Como franciscanos estamos llamados a crear espacios para que las personas con las que entramos en relación puedan encontrarse con Cristo, experimentar la calidez de las relaciones fraternas, comprometerse con un proyecto de formación y saberse enviadas a evangelizar.




Abreviaciones
CtaO: Carta a la Orden
1R: Regla no bulada
2R: Regla bulada.
Test: Testamento
1C: Vida primera de Celano
LP: Leyenda de Perusa
DCE: Deus caritas est
DA: Documento de Aparecida
Hl: Habéis sido llamados a la libertad
IE: Id y enseñad.
CdC: Caminar desde Cristo
Efm: Enviados a evangelizar, en fraternidad y minoridad, en la Parroquia.


[1] Jeremías 1, 5-8: “Antes de haberte formado yo en el vientre, te conocía, y antes de que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te constituí… adondequiera que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No les tengas miedo, que contigo estoy yo para salvarte”.
Amós 7, 15: “Pero Yahvé me tomó de detrás del rebaño, y me dijo Jahvé: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel’”.
Marcos 3, 13-15: “Subió al monte y  llamó a los que él quiso;  y vinieron donde él. Instituyó a Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar los demonios” (cfr. Mc 6, 7-13)

[2] Mateo 10, 1: Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia”.
     Marcos 1, 17-20: “… vio a Simón y Andrés… y Jesús les dijo: ‘venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres’… más adelante vio a Santiago… y a  su hermano Juan… y al instante los llamó”.  Marcos 2, 14: “Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: `Sígueme`. El se levantó y le siguió”.  Marcos 8, 34-36: Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: `si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y me siga…`”.
   Lucas 6, 13: “Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles”.
   Juan 1, 43: “… y encuentra a Felipe y Jesús le dice: `sígueme`”. Juan 15, 16-17: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto…”.
[3] Mateo 10, 5-7: “A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones:…”. Mateo 28, 19-20: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo…”. Marcos 16: 15-16. 20: “Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación…”. Lucas 9, 1-3.6: “… y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar…”. Lucas 10: 1-4: “… y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y sitios adonde él había de ir…”. Juan 20, 21: “Como el Padre me envió, también yo os envío”.
[4] Marcos 1, 14-15: “… marchó Jesús a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: `El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva`”.
Lucas 4, 18-19: “El Espíritu del Señor está sobre mí para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”. Lucas 8, 1-3: “Recorrió a continuación ciudades y pueblos proclamando y anunciado la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los doce…”.
[5] Benedicto XVI, Mensaje para la celebración de la XLIII Jornada mundial de la paz, de enero de 2010.

Todos muy atentos

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